martes, 15 de abril de 2008

El Metro

Texto completo, dedicado a Verónica Guijarro, co-autora del mismo.



Lentamente avanzaba el metro, gusano de las pestilentes coladeras de la ciudad. Me sentía apretada entre los niños con paquetes de chicles, los hombres con portafolios, albañiles con las manos llenas de cal. Estaba lloviendo; la electricidad se había ido; llevábamos una hora y media esperando. Odiaba los comentarios estúpidos y la frecuente repetición de "güey" de mis compañeras de infortunio; si hay algo que odio son las aglomeraciones, y más con un coágulo de incultura postrado tan cerca de mí. Preferiría estar desangrándome colgada cerca de Cristo a ser parte de esta infamia. Como estamos a oscuras, no puedo verlas, así que no puedo grabarme sus patéticos rostros para desear borrarlas de la faz de la Tierra.
Siento que alguien me toca. No sé qué hacer. Me siento molesta. No me importa si es un Don Juan oficinista o el maestro de la obra; la sensación es igual de desagradable. No comprendo por qué los poetas y los románticos aman la oscuridad; no comprendo. Tampoco entiendo por qué me tachan de chica de cascos ligeros; el que me vista raro no significa nada. Mis compañeros de oficina sólo lo dicen porque no me he acostado con ninguno de ellos, y no quiero. Ni siquiera soporto la mano que aún me sigue tocando. Me desespera. Ya no escucho este monólogo interno. No sé si es mejor estar a oscuras para no ver la cara del degenerado; creo que se la desgarraría si lo viera.
Ya. Ahora sí, ya me colmó la paciencia. Con discreción, me quito el zapato de tacón muy alto que uso. Él no se ha dado cuenta, ya que sigue sin quitar la mano. Dejo caer el golpe. ¡Al fin he dejado de sentir la mano de ese maldito aprovechado!
Una leve sacudida. El metro vuelve a avanzar. La luz regresa. Suspiro profundamente y con alivio, cuando escucho que de mis compañeras ya no salen sandeces, pero hay gritos de espanto. Hay un círculo de gente y no alcanzo a ver. Me acerco a ellos. Se apartan. Hay mucha sangre, y en medio... un niño, una mano en su caja de chicles, con la cara marcada y roja, y, en su frente, la huella de mi tacón.